¿Nos permitimos mostrar nuestro dolor delante de nuestros hijos? ¿Cuál es el momento adecuado para hablar con nuestros hijos de la muerte? ¿Cuál es la mejor edad? Estas preguntas no suelen rondar la cabeza de muchos padres hasta que la muerte se hace presente en la vida familiar, con el fallecimiento de algún amigo o de otro miembro de la familia y es cuando nos enfrentamos a ese duelo.
Y sin importar la edad que tengan nuestros hijos, de niños pequeñitos a adolescentes, e incluso jóvenes adultos, la primera vez que se vean enfrentados a esta situación de duelo será un momento trascendental que marcará su propia relación, íntima y privada con la idea de la muerte.
Entre más cercano es el familiar que fallece, más intenso puede ser el golpe para el pequeño. En el caso de que sea uno de sus abuelos, habrá un doble impacto en el niño: la noción de la pérdida permanente de una persona querida y cercana, y el ver sufrir esta misma pérdida, pero multiplicada y potenciada por el dolor de uno de sus padres puede ser algo muy duro de sobrellevar.
Duelo personal, duelo familiar
El dolor por un duelo es algo sin duda muy íntimo y personal. Cada persona sabe cómo enfrenta la falta que le hace el ser querido que falleció, pero cuando esa persona es alguien tan cercano como un padre, muchas veces no podemos llevar ese dolor de forma interior y lo manifestamos en muchas maneras que nuestros hijos van a sentir, detectar, y en cierta forma, interiorizar.
Perder a un abuelo ya es algo difícil de asimilar para un niño. Pensemos en un pequeñito que pasa regularmente tiempo en casa de sus abuelos (fines de semana, vacaciones). Que es consentido por ellos de una forma que sus papás no lo hacen. En casa de la abuela come galletas que mamá no le permite. O son los abuelos quienes lo han llevado de vacaciones. Para él ese mundo de los abuelos es uno de mimos y caricias, de paz. Los abuelos otorgan mucho a sus nietos. Experiencia, paciencia, ternura.
Los intercambios intergeneracionales son esenciales para los niños porque les permiten desarrollar empatía, paciencia, amor…y acostumbrarse a ver la vida con otros ojos: los de alguien que tiene otra edad, otras capacidades físicas y que en pocas palabras, tiene una manera distinta de vivir el día a día. O incluso pensemos en un pequeño que ve ocasionalmente a sus abuelos, los visita en una residencia especial para ancianos, o que sólo pasa con ellos un fin de semana eventualmente.
La presencia de un abuelo es algo tan cercano, tan propio, tan lleno de ternura, que enriquece indudablemente el crecimiento de un niño. El sólo hecho de pensar que son los papás de tus papás te hace quererlos y verlos de otra forma. Bien llevada, una relación abuelos-nietos puede ser enriquecedora
Ahora borremos a esta persona de la vida del niño. La muerte, si tiene algo que la define, es que es un cambio definitivo. Donde antes había físicamente, ahora no hay. ¿Cómo entender un cambio tan drástico? ¿Cómo enfrentarse a ese duelo? ¿Cómo asimilar una ausencia tan sensible, tan presente, tan permanente? Es uno de los aprendizajes más sensibles, más duros que una persona realiza en su fuero interno a lo largo de su vida. Y es muy duro cuando hay que realizar ese duelo a una temprana edad.
Es importante que como padres entendamos que el duelo de un pequeño es un proceso que no va a vivir solo. Que necesitará todo nuestro apoyo, nuestra presencia y nuestra compañía. Que cuando hay una situación de duelo tan intenso al interior del núcleo familiar, se trata de algo que se vive de forma colectiva: es una tristeza compartida y todos comparten en cierta medida las reacciones del otro. Es una situación familiar y como tal hay que abordarla y aceptarla.
¿Esconder nuestro propio dolor?
Pero para el padre de familia que ha perdido a uno de sus padres, si bien lo moviliza la idea de preocuparse por el dolor de sus hijos, él mismo está pasando por una pérdida inconmensurable, difícil de asimilar. El problema viene al hacer una especie de “promedio”. Hay que darse tiempo para vivir, comprender y asimilar el propio duelo y a la vez, estar ahí para los hijos. ¿Es sencillo el proceso del duelo? En realidad no.
Podemos caer en la tentación de ocultar nuestras emociones ante nuestros hijos. No llorar ni expresar tristeza frente a ellos, como un mecanismo para protegerlos. En esta situación, nos veremos forzados a portar una máscara de forma cotidiana.
Ello puede resultar muy negativo para nosotros mismos: una emoción oculta es una emoción que daña. No reconocer lo que sentimos a la larga puede tener efectos negativos muy intensos en nuestro comportamiento e incluso podemos llegar a somatizar físicamente este dolor no expresado.
Todo esto es negativo per se, pero hay otro gran elemento negativo que se deriva del hecho de ocultar nuestra tristeza. Ante nuestros hijos apareceremos como seres fríos que no han sentido realmente la pérdida de uno de sus padres.
Esta frialdad no pasará siempre como heroica, porque si ocultamos nuestras emociones, nuestros hijos no sabrán que intentamos protegerlos, que no hablamos de nuestras emociones porque los amamos y no porque sean inexistentes. No es una forma saludable de abordar el duelo en familia y sobre todo, sienta un mal precedente: que la forma válida de lidiar con el dolor es ocultándolo y a solas.
El valor del ejemplo
Hay padres que se preguntan cómo enseñar a sus hijos el amor por la lectura por ejemplo, o el placer de comer verduras. No es “tan” difícil. Para que un niño lea, lo mejor es leer frente a él y leer con él. No vale la pena enumerar las ventajas de un menú saludable si nosotros comemos algo poco sano frente a los niños. Los pequeños siguen ejemplos.
Casi de forma imperceptible, pero van asimilando muchas de nuestras propias conductas, o inspirando sus formas de actuar en las nuestras. Más que lo que decimos, les enseñamos el mundo a través de nuestras acciones. De la forma en que nosotros decidimos, actuamos y reaccionamos, ellos tomarán elementos para construir su propia forma de actuar y reaccionar.
Es por ello que debemos pensar en eso al manifestar u ocultar nuestro dolor ante la pérdida de uno de nuestros padres. La forma en que enfrentemos nuestra pérdida, la autenticidad, fortaleza y honestidad de nuestra tristeza les permitirán a nuestros hijos construir una forma saludable de entender la propia.
Si bien la idea no es dejarnos llevar por la tristeza del duelo y descuidar nuestra propia vida y nuestra recuperación emocional, sí es posible compartir. Mostrarnos como seres vulnerables, emocionales y capaces de vivir con la misma intensidad el dolor como la alegría. Permitirles ver que como padres y como seres humanos es perfectamente válido llorar, sentirnos débiles, reaccionar ante un evento tan duro como la pérdida de un ser amado.
Este ejemplo les ayudará no sólo en el momento directo de la pérdida, sino a evaluar de forma sana y dar salida a sus emociones de forma paulatina, tanto las positivas como las negativas y así tener reacciones asertivas y no angustiosas en momentos duros a lo largo de su vida.
La forma en que enfrentamos la pérdida de nuestros padres puede enseñar a nuestros hijos a lidiar con el duelo.